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Los medios de comunicación nos bombardean cada día con alarmantes noticias sobre el calentamiento global. La necesidad de adoptar un modo de vida más racional y sostenible parece ser un dogma de fe en boca de todos, y el movimiento ecologista se presenta a sí mismo como ético y justo ya que su único fin es la salvación del planeta.

Personalmente, siempre he creído en lo anterior: en vivir de forma más ética y ligera, en fomentar la economía local; en no tomar más de lo necesario para subsistir cada día, en introducir sistemas de diseño agrícola más racionales como defiende la permacultura, en no utilizar pesticidas ni cosechar alimentos trasgénicos; en utilizar paneles solares para generar electricidad y desmembrar por completo las calefacciones a carbón. Nunca había caído en la cuenta de que todo lo anterior para mí es una elección: decido vivir de modo sostenible porque puedo elegir entre abrir o cerrar el grifo del agua caliente, entre apagar o encender la luz. Para un ciudadano de un país subdesarrollado de África, Ásia o Sudamérica, vivir de modo sostenible es simplemente una imposición: no puede vivir de otra forma. ¿Hay libertad donde no hay elección?, ¿hay elección cuando sólo se conoce una de las alternativas?

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Hay un libro y un autor que me están haciendo replantearme muy seriamente la legitimidad de mis principios “ecologistas”, que yo creía tan éticos y morales: el libro se llama “Green Power, Black Death” y su autor es Paul Driessen”. La primera vez que oí hablar de este libro fue precisamente en una entrevista de Patrick Moore para el canal británico Channel 4. Patrick Moore es el cofundador de Greenpeace, cuyos activistas del “Rainbow Warrior” siempre habían sido para mí héroes a los que imitar. Moore criticaba precisamente la falta de objetividad moral del movimiento ecologista actual, y citaba el libro de Driessen como una denuncia rigurosa de una nueva forma de colonialismo occidental: el eco-imperialismo.

Para Paul Driessen, el término “eco-imperialismo” hacer referencia al modo colonial y un tanto paternalista con que el llamado “environmental movement” pretende imponer sus propias agendas en los países “en vías de desarrollo”, así como los medios de coerción y coacción con que cuenta dicho movimiento para influir –y algunas veces decidir – en las políticas internas de dichos países. De acuerdo a Driessen, este movimiento ecológico está formado por activistas altamente educados de los países ricos, que aconsejan a los Gobiernos de los países pobres qué decisiones tomar en materia de educación, salud o energía, siempre en aras de la salvación el planeta; los mismos activistas que, paradójicamente, jamás se han enfrentado a situaciones extremas de hambre, enfermedad o miseria.

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Los movimientos medioambientales de la actualidad basan su modelo activismo en el modelo de los años 60 y 70, cuando lo “cool” era culpar a la ciencia de todos los desastres ecológicos. Muchos de estos movimientos confunden las convicciones y prejuicios de sus “gurús” con verdaderos hechos científicos. Como ejemplo de ello, Driessen cita el libro “Silent Spring”, publicado en 1962, en el que su autora, Rachel Carson, advertía de los peligros del uso intensivo de pesticidas como el DDT, y que llevó a la Agencia Medioambiental norteamericana a prohibir su comercialización y uso en 1972. Algunas de las alarmas planteadas por el libro son claros errores a juicio de Driessen. En los años siguientes a su publicación, “Silent Spring” se convirtió en la Biblia de los primeros movimientos ecologistas.

Driessen argumenta ahora que las conclusiones erróneas del libro y la presión de los movimientos activistas radicales impide aún hoy día que la Organización Mundial de la Salud apruebe el uso de DDT para combatir la malaria. Este último argumento cuenta con el apoyo del Ministro de Salud de Uganda, Sam Zaramba, así como científicos y activistas de países afectados por esta enfermedad. La malaria, en efecto, desapareció de Europa y América en los años 60, gracias al uso intensivo del DDT. Antes de su prohibición, los programas de DDT para combatir la malaria en África también obtuvieron resultados satisfactorios. Para Driessen y sus aliados, negarse a utilizar el DDT para erradicar la malaria supone ceder a los prejuicios y convicciones infundadas de los activistas ricos de Occidente y condenar a 10 millones de ugandeses afectados por la enfermedad a una muerte segura.

¿Está Driessen equivocado o lo están los grupos anti-DDT? Es difícil saberlo. Como suelo decir, los hechos científicos serán todo lo rigurosos que se quiera, pero es una mente humana la que siempre extrae conclusiones a partir de los hechos, y por lo tanto, la objetividad se pierde en el proceso de inferencia. Lo que sí es cierto es que Paul Driessen es una voz disidente que merece ser escuchada, y su libro provoca una verdadera tormenta mental.

Yo, por mi parte, no pienso volver a decidir por ninguno de los países del tercer mundo, ni a criticar a sus ciudadanos si eligen consumir de la misma forma en que yo tengo oportunidad de hacer.

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