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Esta semana he conseguido publicar un artículo sobre el movimiento “Transition Town”, que tuve el honor de ver nacer en Totnes, en la revista “The Ecologist” en su versión española (firmo como mi yo legal y fiscal “Mari Cruz García”). Aún el artículo me lo han reducido un tanto con respecto al original, la verdad es que me siento muy honrada porque se trata de un monográfico dedicado a la agricultura ecológica (organic food), como alternativa a la agricultura industrial y los trasgénicos (GMOs).

A no ser que estén acreditados como productos de agricultura ecológica, todos los alimentos –verduras, carnes y pescados- que pueden consumirse en nuestros modernos supermercados han sido sometidos a toxinas químicas, de una u otra forma. España es además uno de los pocos países de la UE donde se permite el cultivo de trasgénicos que en otros países han declarados nocivos para la salud, como es el caso del maíz MON810. Dicha variedad está prohibida en países como Rumanía, Italia, Francia, Austria o Polonia, entre otros.

Como yo soy vegetariano, voy a centrarme en el caso de la agricultura. Consideremos por ejemplo el caso de una simple manzana. Cuando llega a la cesta del consumidor ha recibido siete tratamientos químicos consecutivos, de acuerdo a Raj Patel, analista del sistema alimentario mundial e investigador en varias universidades. Si además el supermercado es del Reino Unido, país donde resido desde hace cinco años, la probabilidad de que dicha manzana proceda de South Africa, Argentina o Chile es del 80%. Y ello se debe a que en el Reino Unido, las grandes corporaciones que copan el mercado alimenticio, como Tesco, Asda o Morrisom entre otras, prefieren importar productos de las antiguas colonias de la Commonwealth o de América Latina antes que recurrir a la producción de los agricultores británicos, o vecinos comunitarios más cercanos como España, Italia o Francia. La razón: sencillamente es más barato importar una manzana de Argentina, que del sur de Inglaterra. Paradójicamente en Argentina, cuya agricultura industrial comienza a abastecer los mercados europeos, en el verano de 2003 se registraron casos de hambruna y malnutrición entre la población indígena del sur del país. El ejemplo de la manzana sirve para ilustrar el efecto que la agricultura industrial y los trasgénicos ejercen no sólo para la salud sino para la superviviencia de los más pobres del planeta.

Agricultura ecológica en Escocia

“Las autoridades sanitarias no advierten que el consumo de productos no-ecológicos es nocivo para la salud”

En los paquetes de cigarrillos, las autoridades sanitarias nos advierten de que éstos contienen pueden provocar cáncer. Los alimentos producidos por la agricultura industrial han sido sistemáticamente expuestos a contaminantes químicos y pesticidas que afectan el sistema hormonal, incrementando así el riesgo de aparición de cáncer, pero nadie nos informa sobre ello. Y las investigaciones constando este hecho, no provienen precisamente de cuatro exaltados trendy lefties antisistema, sino de reconocidos investigadores y universidades.

Por ejemplo, estudios realizados por la Universidad de Laval, en Québec, demuestran que la presencia de organoclorados en el metabolismo humano –agentes químicos habituales en la agricultura industrial- provoca obesidad y otras alteraciones hormonales. El doctor Tremplay y su equipo comenzaron a investigar en Laval los efectos de los organoclorados en el metabolismo humano. Las conclusiones del doctor Tremblay al respecto son terminantes: “Si tuviera que expresar esto en términos periodísticos” dice Tremblay a The Ecologist “diría que los organoclorados básicamente cierran el horno que ayuda al cuerpo a quemar calorías”.

Por lo demás, los efectos de los productos químicos industriales en el organismo humano ya habían sido advertidos en el 2002 por la doctora Paula Baillie-Hamilton, de la Universidad de Stirling, Escocia, quien afirmó que “las toxinas químicas eran las culpables de la epidemia de obesidad”.Y por citar otra evidencia más: un estudio publicado en la revista médica “The Lancet” advierte que 202 contaminantes químicos, algunos de ellos habituales en la agricultura industrial, son tóxicos para el cerebro humano. Y lo más grave, porque estos contaminantes pueden estar afectando el cerebro de millones de niños en todo el planeta, “los efectos profundos de esta pandemia aún no son visibles en las estadísticas sanitarias”.

Brocolli de agricultura ecológica

Resulta significativo, por otro lado, que en los países industrializados, los mayores casos de obesidad, enfermedades neurodegenerativas o patologías relacionadas con sistemas inmunológicos muy débiles se registran entre los sectores más desfavorecidos de la población. Este hecho ha sido avalado, por ejemplo, en un estudio conjunto de Dr. Foster Intelligence (charity que colabora con el National Health Service británico) y la compañía de estudios de mercado Experian. El estudio explica esta mayor incidencia considerando la pobre dieta alimenticia de la pobración obrera británica, la falta de ejercicio físico, la tasa de desempleo y alcoholismo. Pero existe otro factor más que el informe omite: la clase obrera británica no puede sino alimentarse de los alimentos más baratos y expuestos a una mayor concentración de toxinas químicas que se venden como “marca blanca” en supermercados como Tesco o Asda, alimentos que, -y lo digo por experiencia propia- que para un europeo continental de clase media son pura basura, yo ya desde el punto de vista de la agricultura ecológica, sino simplemente de calidad y sabor.

¿Por qué, pese a tan reputados informes y advertencias, los Gobiernos de nuestras democracias occidentales no obligan a las grandes cadenas alimenticias a etiquetar sus productos con la advertencia: “Las autoridades sanitarias advierten que el consumo de este alimento es nocivo para su salud”?

La explotación y miseria de la agricultura industrial

Además del riesgo que supone para la salud, la agricultura industrial y el cultivo de GMOs son además censurables desde una perspectiva puramente ética y moral. En la agricultura indutrial, no son los agricultores quienes deciden la producción ni el precio de mercado, sino las multinacionales del sector agroalimentario, como exponen magistralmente Esther Vivas y Ángeles en sus respectivos artículos para “The Ecologist”.

Una de las razones de quienes defienden el uso de la agricultura industrial, incluyendo la utilización máxima de pesticidas sobre los cultivos, es que ha liberado a la humanidad del hambre, permitiendo obtener cosechas más abundantes y seguras. Y sin embargo, la última cumbre de la FAO celebrada en Roma celebrada en Roma arroja un censo de 850 millones de hambrientos en el mundo, al que el Banco Mundial añade 100 más fruto de la presente crisis. Esto se debe a que los campesinos están perdiendo sus tierras en todo el mundo, quedando así el “negocio” de la alimentación mundial en manos de las multinacionales de la agroalimentación. Esther Vivas, autora del libro “Supermercados, no gracias”, afirma que son son estas multinacionales “quienes controlan todos los pasos de la cadena de comercialización de los productos, de principio a fin”. Son ellas quienes imponen los precios a los pocos agricultores independientes que aún quedan.

Pero esto no ocurre solamente en los países en desarrollo, sino en el corazón de la Europa industrializa y rica. Cuando trabajé como counsellor voluntario para la organización británica Cizitens Bureau, en Devon, Inglaterra, un condado predominantemente rural, fue testigo con mis propios ojos de cómo los agricultores británicos se están arruinando y se ven obligados a vender sus tierras. Muchos me hablaron del oligopolio de facto que ejercen Tesco y otros grandes hipermercados, que fijan entre sí el precio de la pinta de leche. La agricultura tradicional se halla en decadencia en el Reino Unido, y el Gobierno británico no hace nada para ayudar a sus agricultores. Esto no es más que el reflejo en Europa, como bien recuerda Esther Vivas, de las políticas neoliberales aplicadas desde décadas atrás, con una mayor liberalización comercial, privatización de los servicios públicos y transferencias monetarias sur-norte como cobro de la deuda externa. Resultado: el campesino cada vez cobra menos por su trabajo y el consumidor cada vez paga más caro lo que compra. Vivas cita que, en el caso de España, un país predominantemente agrícola hasta hace muy poco, esa diferencia es del 400%. ¿Quién se está llevando entonces ese margen de beneficios?…

Si la agricultura industrial está destinada a mejorar la vida de los pobrecitos agricultures del tercer mundo, y a acabar con la hambruna de sus países, ¿cómo es posible que la agricultura de América Latina, África y Asia se encuentran en la mayor crisis desde hace décadas, donde el proceso de “descampesinación”- esto es, la transformación del campo en un mercado más para la acumulación masiva del capital, de acuerdo a Deborah Bryceson, experta en temas de África de la Universidad de Oxford- es casi completo?… ¿Cómo es posible que, de acuerdo a la activista india Vandana Shiva, 15.000 campesinos indios hayan acabado con su vida, tras haberse arruinado ante la competencia con las corporaciones extranjeras de biotecnología?…¿Cómo es posible que México, hasta hace poco un de los principales países exportadores de maíz, haya llegado a depender del maíz norteamericano y que el precio de las tortillas se haya incrementado en un 60% el año pasado?…

Tal vez será porque, como afirma Ángeles Parra, la agricultura industrial no pretende sin la transformación del campo en “en un supermercado agrícola global de consumidores de élite y clase media atendidos por corporaciones comercializadoras de grano como Cargill y Archer Daniels Mindland, y minoristas transnacionales de alimentos como la británica Tesco o la francesa Carrefour”


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Los medios de comunicación nos bombardean cada día con alarmantes noticias sobre el calentamiento global. La necesidad de adoptar un modo de vida más racional y sostenible parece ser un dogma de fe en boca de todos, y el movimiento ecologista se presenta a sí mismo como ético y justo ya que su único fin es la salvación del planeta.

Personalmente, siempre he creído en lo anterior: en vivir de forma más ética y ligera, en fomentar la economía local; en no tomar más de lo necesario para subsistir cada día, en introducir sistemas de diseño agrícola más racionales como defiende la permacultura, en no utilizar pesticidas ni cosechar alimentos trasgénicos; en utilizar paneles solares para generar electricidad y desmembrar por completo las calefacciones a carbón. Nunca había caído en la cuenta de que todo lo anterior para mí es una elección: decido vivir de modo sostenible porque puedo elegir entre abrir o cerrar el grifo del agua caliente, entre apagar o encender la luz. Para un ciudadano de un país subdesarrollado de África, Ásia o Sudamérica, vivir de modo sostenible es simplemente una imposición: no puede vivir de otra forma. ¿Hay libertad donde no hay elección?, ¿hay elección cuando sólo se conoce una de las alternativas?

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Hay un libro y un autor que me están haciendo replantearme muy seriamente la legitimidad de mis principios “ecologistas”, que yo creía tan éticos y morales: el libro se llama “Green Power, Black Death” y su autor es Paul Driessen”. La primera vez que oí hablar de este libro fue precisamente en una entrevista de Patrick Moore para el canal británico Channel 4. Patrick Moore es el cofundador de Greenpeace, cuyos activistas del “Rainbow Warrior” siempre habían sido para mí héroes a los que imitar. Moore criticaba precisamente la falta de objetividad moral del movimiento ecologista actual, y citaba el libro de Driessen como una denuncia rigurosa de una nueva forma de colonialismo occidental: el eco-imperialismo.

Para Paul Driessen, el término “eco-imperialismo” hacer referencia al modo colonial y un tanto paternalista con que el llamado “environmental movement” pretende imponer sus propias agendas en los países “en vías de desarrollo”, así como los medios de coerción y coacción con que cuenta dicho movimiento para influir –y algunas veces decidir – en las políticas internas de dichos países. De acuerdo a Driessen, este movimiento ecológico está formado por activistas altamente educados de los países ricos, que aconsejan a los Gobiernos de los países pobres qué decisiones tomar en materia de educación, salud o energía, siempre en aras de la salvación el planeta; los mismos activistas que, paradójicamente, jamás se han enfrentado a situaciones extremas de hambre, enfermedad o miseria.

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Los movimientos medioambientales de la actualidad basan su modelo activismo en el modelo de los años 60 y 70, cuando lo “cool” era culpar a la ciencia de todos los desastres ecológicos. Muchos de estos movimientos confunden las convicciones y prejuicios de sus “gurús” con verdaderos hechos científicos. Como ejemplo de ello, Driessen cita el libro “Silent Spring”, publicado en 1962, en el que su autora, Rachel Carson, advertía de los peligros del uso intensivo de pesticidas como el DDT, y que llevó a la Agencia Medioambiental norteamericana a prohibir su comercialización y uso en 1972. Algunas de las alarmas planteadas por el libro son claros errores a juicio de Driessen. En los años siguientes a su publicación, “Silent Spring” se convirtió en la Biblia de los primeros movimientos ecologistas.

Driessen argumenta ahora que las conclusiones erróneas del libro y la presión de los movimientos activistas radicales impide aún hoy día que la Organización Mundial de la Salud apruebe el uso de DDT para combatir la malaria. Este último argumento cuenta con el apoyo del Ministro de Salud de Uganda, Sam Zaramba, así como científicos y activistas de países afectados por esta enfermedad. La malaria, en efecto, desapareció de Europa y América en los años 60, gracias al uso intensivo del DDT. Antes de su prohibición, los programas de DDT para combatir la malaria en África también obtuvieron resultados satisfactorios. Para Driessen y sus aliados, negarse a utilizar el DDT para erradicar la malaria supone ceder a los prejuicios y convicciones infundadas de los activistas ricos de Occidente y condenar a 10 millones de ugandeses afectados por la enfermedad a una muerte segura.

¿Está Driessen equivocado o lo están los grupos anti-DDT? Es difícil saberlo. Como suelo decir, los hechos científicos serán todo lo rigurosos que se quiera, pero es una mente humana la que siempre extrae conclusiones a partir de los hechos, y por lo tanto, la objetividad se pierde en el proceso de inferencia. Lo que sí es cierto es que Paul Driessen es una voz disidente que merece ser escuchada, y su libro provoca una verdadera tormenta mental.

Yo, por mi parte, no pienso volver a decidir por ninguno de los países del tercer mundo, ni a criticar a sus ciudadanos si eligen consumir de la misma forma en que yo tengo oportunidad de hacer.

Interesante cuestión, amiguitos. Permacultura es un concepto relativamente reciente con el que puedes deslumbrar a tus oyentes haciéndoles ver no solamente eres un ciudadano concienciado con el cambio climático y el desarrollo sostenible, sino que además sabes algo que ellos no saben. Claro que primero tienes que entenderlo tú. Vayamos por partes.

 

 

Permaculture, o permacultura en español, es un concepto relativamente reciente, desarrollado a finales de los 70 por los australianos Bill Mollison y David Holmgren. En su libro “Permaculture One”, Mollison and Holmgren abogaban por un modelo de agricultura sostenible que no sobre-explotara el suelo ni destruyera la biodiversidad, como ocurre con los métodos de agricultura industrial. Por cierto, dicho libro se basaba en las notas de un seminario que Bill Mollison había desarrollado para la Universidad de Tasmania. Holmgren era por aquel entonces alumno de Mollison. El término «permacultura» surgió así como fusión de los vocablos «cultura» y «permanente», ya que el mensaje principal del libro constitía en desarrollar un nuevo sistema de diseño agricola en seres humanos, animales y plantas pudieran integrarse y coexistir pacíficamente, sin tener que competir con los recursos. El propio Bill Mollison lo explica en detalle en el portal de la permacultura en Britain.

 

Mientras que la agricultura industrial tiene como objetivo maximizar la producción de alimentos alternando los ciclos naturales o la composición genética de los primeros, la permacultura se basa en tres principios cruciales:

 

  • Cuidado de la Tierra, que en permacultura es denominada Gaia, o Madre Tierra en latín, lo que implica la preservación de todas las formas de vida que existen en nuestro planeta.
  • Cuidado de los individuos, lo que implica un acceso equitativo y justo a todos los recursos necesarios para subsistir.
  • Consumo responsable de todos los recursos. El modelo de permacultura se basa en no tomar nunca más de aquello que realmente se necesite para subsistir cada día

En los años 80, el movimiento de la permacultura se hizo extraordinariamente popular en Australia y el Reino Unido, al tiempo que surgieron las primeras comunidades de practicantes (practicantes de dichos principios, se entiende). Como yo, por aquellas fechas, no había nacido (mentira), tuve que esperar al año 2005 para conocer la primera comunidad de permacultura en Devon, Reino Unido.

Pero eso, como dijo Michael Ende, es otra historia…

 

(Originalmente este post apareció en la sección «Mojate» del suplemento Tierra del diario español El País, escrito por mi alter ego Mari Cruz García)

 Swadeshi es el nombre del modelo económico que Ghandi propugnó para una India libre del colonialismo británico. Satish Kumar, director de Schumacher College, define swadeshi como una “economía de permanencia”, un concepto que supone una profunda transformación no solo económica, sino también política  y social. Ghandi fue uno de los primeros en percatarse de que nuestra moderna economía global estaba creando sociedades vulnerables, hacinadas en megalópolis, y que dependen totalmente de la producción exterior. En esta economía, las Naciones-Estado persiguen mantener una balanza de pagos favorable aumentando el número de exportaciones, objetivo a todas luces insostenible, ya que necesariamente conlleva un aumento de la producción y explotación de recursos naturales.  

Por el contrario, en una economía de Swadeshi, la sociedad se estructura en pequeñas comunidades independientes y dotadas de autonomía política. Los habitantes de estas comunidades son asimismo autónomos y generan, con el fruto de su trabajo, los bienes y servicios que la comunidad consume. De este modo, la producción no depende de las fuerzas del mercado, sólo de la demanda local, y por tanto, la presión sobre el medio ambiente es mínima. Sólo se recurre al comercio exterior para aquellos bienes y servicios que no pueden generarse dentro de la comunidad.   Lamentablemente, Ghandi nunca tuvo ocasión de llevar a la práctica los principios de Swadeshi ya que fue asesinado tan sólo seis meses después de que India lograra su independencia. Sin embargo, su visión para una economía sostenible  inspiró a toda una generación de filósofos y economistas, con E.F. Schumacher a la cabeza, y hoy se halla presente más que nunca en las miles de comunidades alternativas que están floreciendo en todo el mundo.

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